MEDITACIÓN: Percibir con ECUANIMIDAD
Una vez situado en una postura equilibrada dejo que el cuerpo y la mente se relajen. Puedo hacer algunas respiraciones lentas y profundas para facilitar el proceso.
A continuación, hago consciente una motivación altruista. Pienso, quiero que mi paso por la vida sea beneficioso para los demás, para esto voy a meditar. Al decir esto, deseo que meditar sirva para seguir evolucionando y avanzando, me enfoco en ser cada vez más capaz de ayudar a los demás. No es algo estático, sino un movimiento de expansión del propio potencial hacia la máxima capacidad de beneficiar al mundo.
Ahora me imagino rodeado de todos los seres, visualizando más cerca a las personas con las que me relaciono.
Me hago consciente de que percibo a los demás de tres maneras distintas. Algunos los percibo como amigos, otros como enemigos y el resto como extraños. Es decir, siento a los demás divididos en tres grupos. Por un lado está el conjunto de seres queridos, amigos y personas con las que tengo un vínculo positivo, luego está el conjunto de personas dañinas, que siento peligrosas, amenazantes y conflictivas; finalmente encuentro el inmenso conjunto de seres con quienes no tengo ninguna relación, y hacia los que me siento indiferente.
Me doy cuenta de que discriminar así a las personas es muy egocéntrico, es decir muy centrado en mí. Está completamente relacionado con lo que recibo, siento o experimento. Cuando las personas me apoyan y me ayudan en lo que necesito y valoro las considero amigos. Cuando me perjudican, me impiden lograr lo que necesito, me quitan o me agreden de algún modo, las sitúo en el grupo de enemigos. Quienes no tienen nada que ver con mi vida, lo considero un extraño y me resulta indiferente.
Esta forma de funcionar es muy común y la compartimos con los demás; nos parece normal y lógica. Todo el mundo lo hace.
Sin embargo, es muy inestable. A lo largo de la vida nuestra relación con los demás va cambiando y las situamos en grupos distintos. De modo que nadie es verdaderamente un amigo, enemigo o extraño. Todo depende de las circunstancias y condiciones presentes. Por ejemplo, cuando una persona del grupo de los amigos deja de darme lo que quiero o me daña, lo llevo al conjunto de los enemigos, o puedo hacer que me resulte indiferente. Estoy continuamente cambiando a las personas de grupo, y esa es la historia de la vida.
Me hago consciente de esto e intento concretar, trato de recordar escenas, personas concretas; qué personas hay ahora en cada conjunto, y qué personas han cambiado de grupo con el tiempo. Quiero reconocer con claridad que no hay nadie que por sí mismo sea un amigo, un enemigo o un extraño. Está forma de discriminar siempre depende de las condiciones y circunstancias que atravieso.
Veo que aunque no sea consciente, está clasificación basada en relacionar a los demás con la idea de mí mismo es meramente imaginaria. Aunque me parece muy objetiva es una construcción de la mente.
Empiezo a mirar más allá de este modo habitual de funcionar. Empiezo a fijarme en que cualquier persona de cualquiera de los grupos, quiere sentirse bien, ser feliz, y ninguno desea malestar ni problemas. Todos son iguales que yo. Tanto si les he situado en el grupo de los amigos como el de los enemigos o el de los extraños, todos son iguales en cuanto que quieren ser felices y evitar el sufrimiento.
Ahora surge un movimiento, una lucidez. Aparece un vuelco interno que me lleva a apreciar que la igualdad entre todos los seres es más verdad que la discriminación. Reconozco con claridad que tiene más peso la igualdad entre las personas que la valoración que hago, que siempre es pasajera y condicionada. Es más verdad que todos somos iguales – seres en el viaje de la vida intentando lograr bienestar y evitar el dolor – que este mecanismo egocéntrico de discriminar.
Así que hay un movimiento de empezar a ver, apreciar, sin que sea un pensamiento o una creencia, sino de percibir a los demás con ecuanimidad. Cada persona con sus capacidades y sus limitaciones, con sus miedos y condicionamientos emocionales, hace todo lo que puede por tener felicidad, todos somos iguales.
Además, para todos, en poco tiempo la historia vital habrá terminado. Todas las personas que estamos en el mundo ahora habremos fallecido en tan sólo cien años, incluso menos. También en esto somos iguales.
La mente tiene otra visión. Mi forma de pensar habitual me cuenta otro relato, pero quiero dejar atrás eso, quiero poner conciencia y lucidez en esta ecuanimidad. Sea cual sea la persona que observo, todos somos iguales.
Hago consciente el viaje de la vida. Cada persona en su origen es aquel óvulo que fue fecundado, y allí no hay nadie que eligiera nada. Ese óvulo lleva una carga genética, unas predisposiciones y vulnerabilidades, sin elección. Se va reproduciendo y un bebé nace en una familia, en una cultura, en una época, sin que haya nadie que lo decida. Todo esto le influye, le afecta, y en aquella criatura se desarrolla sin buscarlo un tipo de personalidad y unas tendencias emocionales.
Reconozco que todas estas personas de los distintos grupos pasaron por el mismo proceso vital. Ninguno eligió su carácter ni sus tendencias emocionales, ni su ofuscación, ni sus gustos y aversiones, ninguno eligió las enfermedades que ha tenido en su vida, ni ser atractivo o antipático, ni ser fuerte o débil, nadie eligió sus capacidades ni sus limitaciones, ni sus defectos, ni sus cualidades. Todo se fue produciendo – lo veo en mi propia experiencia – debido a numerosas circunstancias y condiciones.
Igual que no elegí la historia de mi vida, ni mis defectos y cualidades, así los demás. Con todo este condicionamiento, con nuestra sabiduría limitada y condicionada, con el nivel de ignorancia, que no hemos elegido, cada uno intentamos evitar el dolor y lograr dicha. Todos somos iguales.
Cada persona concebida con una gran cantidad de necesidades y con muchos miedos e inseguridades, y a la hora de encontrar felicidad y satisfacción en la vida, sin suficientes capacidades y habilidades, sin suficiente inteligencia, muchas veces dominado por emociones negativas – envidias, orgullo, ira, apegos, rencores, etc. – todos viviendo lo mismo, todos iguales.
Luego, para todos, este proceso continúa hacia la vejez, hacia perder todo lo adquirido y, sin ninguna elección, perder la energía vital y fallecer. Todos llegamos por igual a la muerte.
Hago que la atención se enfoque en la ecuanimidad. Me desprende de mi manera habitual de percibir y aparto toda esa capa de ideas preconcebidas e imágenes que tengo de los demás. Me enfoco de una forma clara y lúcida en percibir la realidad de que todos somos iguales, permito que se produzca la conciencia de la ecuanimidad.
Dejo de escuchar a la mente que me dice otra cosa, la mente que tiene otra visión. Hay un reconocimiento. Aunque tengo una imagen de los demás, positiva, negativa o neutra, no voy a hacer caso a eso, no es tan verdad como esta ecuanimidad que percibo.
Para hacerlo más efectivo me enfoco en personas concretas.
No estoy meditando para sentir afecto hacia todos por igual. Hay personas que me hacen daño, hay personas con las que no coincido, hay personas que resultan conflictivas, de modo que no estoy cambiando eso; no estoy buscando sentirme bien con todo el mundo. Quiero hacerme consciente de que lo que siento es secundario, el conflicto, el desencuentro, el malestar que siento con esta persona es secundario a esta realidad de que somos iguales. Tengo cuidado con esto, porque de lo contrario sería engañarme y volver a seguir el juego del ego. En lugar de buscar sentirme bien con todo el mundo, quiero ver que somos iguales; que esa persona con la que tengo conflicto es igual que la persona con la que me siento bien. Esto es lo que quiero apreciar.
Me pongo en la piel del otro. En lugar de mirarle desde mí, me sitúo allí, miro desde esa persona misma. Cuando consigo despertar la ecuanimidad, esta verdad de la ecuanimidad, intento es sostenerla el mayor tiempo posible para que deje una huella.
Imagino distintas personas que conozco para comprobar si soy capaz de mantener la ecuanimidad. Visualizo delante diferentes personas de la familia, del trabajo, del barrio, permaneciendo ecuánime. Si me resulta imposible con alguien, mantengo un momento la visualización y repito la investigación hasta sentir que esencialmente esa persona es igual al mejor amigo.
A menudo cuando meditamos, la ecuanimidad no tiene suficiente fuerza. Ahora quiero que deje una impronta. No es suficiente sentir un momento de ecuanimidad. Intento meditar con una cierta intensidad para conseguirlo. Una vez se despierta la ecuanimidad, me enfoco con más firmeza para que deje huella.
Ahora, uso la ecuanimidad para despertar compasión. Percibo a todos los seres buscando felicidad y, sin embargo, llenos de conflictos, desencuentros y rivalidades. Consciente de que todos por igual tratamos de sufrir lo menos posible con nuestros recursos y limitaciones, y sin embargo, cayendo en peleas, conflictos, rencores, envidias y demás, siento compasión. La ecuanimidad como base para provocar compasión. Al percibir todo el sufrimiento debido a la falta de armonía en familias, en lugares de trabajo, entre vecinos, entre comunidades, entre países; al ver cuánto sufrimiento por esta ignorancia de la ecuanimidad, emerge la compasión. Que terminen las disputas, las hostilidades, las luchas de poder, las envidias, los enfados, las enemistades. Que termine el dolor del mundo.
Dejándome poseer por la compasión, siento que empieza a emanar desde el interior. De forma real, directa e inmediata, ahora mismo, irradia a los demás. Que todos sepamos vivir en armonía. Todos buscamos felicidad, nadie quiere sufrir, que todos sepamos vivir sin disputas.
Respiración a respiración, la compasión va creciendo en el interior. La presencia de la compasión atraviesa el mundo conceptual, el mundo de la mente. Dejo de estar encapsulado en mi forma de pensar, la compasión me transciende y atraviesa los límites en los que vivo encapsulado. Que termine el sufrimiento, que todos sepamos vivir en armonía.
Ahora, una vez más, quiero que deje una huella. Busco incrementar la intensidad e implicarme más para que la compasión deje una impronta. Que no se olvide, que no se borre. Siento que en mí habita esta compasión, y de alguna manera, ahora mismo, mi presencia trae, armonía, paz y ecuanimidad a los demás. Esta es la compasión que me posee en este momento.
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